lunes, 26 de junio de 2017

Croacia o cómo sucumbimos al palo selfie (y II)


         En capítulos anteriores nos habíamos quedado a punto de zarpar desde el puerto nuevo de Dubrovnik, donde no había gran cosa que hacer aparte de sentarse a la sombra y quejarse del calor.


       Nos habría encantado ir en coche hasta Split, pero para eso habríamos necesitado varios días más. No descartamos hacerlo en algún momento, y aprovechar de paso para parar en otras ciudades croatas menos conocidas. Además, después de este viaje, también me atrae muchísimo el resto de países de la antigua Yugoslavia, así que la cosa ya se saldría de madre. Pero el trabajo en una guardería noruega ofrece las vacaciones justas y necesarias, así que por esta vez tuvimos que buscar soluciones rápidas, y la mejor en aquel momento nos pareció ir en barco hasta Split. La experiencia nos decepcionó un poco. La embarcación era un catamarán (parecido al que hace el recorrido Oslo-Drøbak) que iba atracando en diferentes puertos durante el trayecto a Split. Tenía asientos muy cómodos, cargadores de móvil, cafetería...pero habían restringido el acceso a cubierta, así que tuvimos que ir sentados dentro cuatro horas. Las ciudades croatas donde íbamos parando a dejar y recoger pasajeros parecían bonitas, pero tuvimos que echarle mucha imaginación, porque los cristales del barco eran ligeramente ahumados (o muy sucios). Y viendo el buen tiempo que hacía fuera yo iba alternando agobio y cabreo como emociones dominantes. El viaje no se me hizo tan largo porque me lo pasé casi entero leyendo sobre la guerra de los Balcanes, un tema que me tuvo bastante obsesionada esos días, pero fue una pena que mi sueño de avistar Split desde la cubierta mientras hacía...no sé, alguna especie de performance, se viera truncado.


       La llegada fue un poco a la carrera. Nos encantaba todo lo que veíamos, pero habíamos quedado con la chica que nos alquilaba el alojamiento y no podíamos entretenernos. No hacíamos más que equivocarnos de calle, volver hacia atrás...todo esto cagándonos en la obsolescencia programada que acusaban nuestros móviles en el preciso instante en que necesitábamos mirar Google Maps. Era como estar haciendo una carrera de orientación por toda la ciudad. Pero al fin, casi sin resuello, encontramos nuestro efímero hogar: una habitación espectacular en pleno casco antiguo de Split, con todo lo necesario (incluyendo aire acondicionado, que agradecimos sobremanera). Marijana, la chica que nos alquiló la habitación, se había desplazado desde otra ciudad para darnos la llave y explicarnos cómo funcionaba todo. Hablaba un inglés perfecto y hay que decir que fue mucho más práctica con la gestión de los pasaportes que nuestros anteriores anfitriones: les sacó una foto y ya (ojo, que siempre le tendremos un cariño especial a Carmina -y amén-). Era encantadora, me cayó bien a nivel quiero que seas mi primera amiga splitense o spalatina.


        Después de colgar nuestra ropa de baño, que ya empezaba a oler a perrete mojado, salimos a cenar. La chica de la habitación nos había recomendado un restaurante llamado Bepa, y yo de mi amiga Marijana me fío a muerte, ¿vale? Así que para allá que fuimos. Algo genial de nuestro alojamiento es que, por si su ubicación no fuera suficientemente buena, tenía un mágico pasadizo justo en la puerta que nos llevaba directos a Narodni Trg, la plaza principal de Split, donde además del restaurante que buscábamos, está el edificio gótico del ayuntamiento y -aquí viene mi dato favorito- la librería Morpurgo, que lleva en el mismo sitio desde que fue abierta en 1860, lo que la convierte en la tercera librería más antigua de Europa de entre las que aún operan (hago oídos sordos a los rumores de que cerrará pronto). Amor. En el Bepa nos pusimos como el chico del esquilador y luego nos dimos un paseo nocturno muy necesario para bajar la cena. En este punto tuvimos la agridulce sensación de que nos habíamos equivocado dejando tan poco tiempo para conocer Split, que nos pareció mucho menos masificada de turisteo que Dubrovnik, más tranquila y con bastante que ver. Había que elaborar un plan de ataque.



       Madrugamos y conseguimos visitar casi toda la ciudad antigua antes de que el sol nos pegara de pleno. Es muy curioso pasear por la parte vieja de Split, donde las ruinas y monumentos romanos se integran con construcciones modernas, fusionándose muchas veces en forma de restaurantes, terrazas e incluso viviendas. En el Peristilo del Palacio de Diocleciano vimos a las 12 el cambio de guardia más teatrero de nuestras vidas, con unos soldados romanos a quienes les bailaba el casco en la cabeza y el emperador Diocleciano junto a la hermosa Prisca, que parecían sacados de una portada de Health & Fitness, saludando a los ciudadanos desde la entrada del palacio y pidiéndoles que dijeran más alto lo bien que estaban, mientras sonaba una música majestuosa, muy de emperadores. Cuando terminaron, bajamos a los subterráneos del palacio, que comunican con el puerto y que, aunque una vez fueron catacumbas, ahora están llenos de puestos de artesanía, algunos de los cuales merece la pena visitar. De vez en cuando nos encontrábamos con algún grupo de soldados romanos, que atajaban por ahí para ir a tomar unas cañas. Con esa actitud no sé yo si defenderán mucho el imperio.



       Riva, el paseo marítimo de Split, es peatonal, amplio y agradable de caminar, aunque algo me dice que esas palmeras no deberían estar ahí. Desde allí decidimos volver a la parte vieja atravesando Ulica Stari Pazar y su enorme mercado al aire libre de verduras, frutas y flores, donde también encontramos productos locales y puestos de comida croata. El color rojo de las cerezas me atraía tanto como me asaltaba la sospecha de que mi alergia volvería si osaba probar aunque solo fuera una, y ya estaba demasiado recuperada como para estropearlo todo, así que me dediqué a admirarlas. Cada puesto, con sus balanzas antiguas y sus vendedores hablando a voz en grito, me traía recuerdos de paseos matutinos al Mercado de la Esperanza, en Santander, junto con mi abuela, cuando yo era pequeña. Mi memoria olfativa también trabajaba al límite de su capacidad, así que yo iba como un sabueso de los ramos de flores, aún con sus gotas de rocío, a los quesos en aceite, en una espiral de nostalgia y de dónde-encuentro-esto-en-Oslo. En las partes que están tanto pegada a la muralla como junto a la avenida principal venden ropa, recuerdos y artilugios más propios ya de un mercado de pulgas común. Justo antes de entrar por la Puerta de Plata en dirección al palacio, compramos un palo selfie. Sí, amigos, no podemos escudarnos en que nos lo vendieran con triquiñuelas o que lo encontráramos perdido en la calle. Compramos un palo selfie con todas las de la ley, por la pura arrogancia de compartir encuadre con todo lo bonito que veíamos y hartos de que todas nuestras autofotos estuvieran llenas de papadas. Y no nos arrepentimos. Allí mismo, junto a la Puerta de Plata, nos sacamos esta nuestra primera foto con él.


       Continuamos deambulando por Split un rato más y salimos por la Puerta de Oro. Nos gustó mucho la estatua de Gregorio de Nin (una persona que un buen día se levantó con ganas de traducir al croata el misal romano) en su postura de villano de película de magos, pero se nos olvidó tocarle el dedo gordo del pie, que dicen da buena suerte, así que si nos pasan cosas malas el resto del año será, evidentemente, por eso. Y una vez más me dejó atónita la cotidianeidad de la vida entre ruinas romanas; esta vez, una señora en una ventana dando de comer a su pájaro. Es decir, hay una señora en el mundo que, a la pregunta "¿y usted dónde vive?" responde: "En la muralla de Split, junto a la Puerta de Oro. Bitches." Luego aprovechamos que ya estábamos allí para ver qué había más allá del muro y beneficiarnos un poco de la bajada de precios para comer.
     

       Tras nuestra experiencia bañándonos en Dubrovnik, nos apetecía mucho probar alguna playa de Split, así que volvimos al paseo marítimo y entramos en una tienda de deportes a por unas gafas de buceo. El hombre que nos atendió entendía español pero no se atrevió a hablarlo con nosotros porque decía que tenía poca práctica. También se enorgulleció de ser hablante nativo de croata porque así, dijo, cualquier idioma le resultaba fácil. Y para mostrarnos lo bien que hablaba inglés, se dedicó a detallarnos minuciosamente de dónde procedía cada pieza de fabricación de las gafas que nos vendió. Después, ante la suspicaz mirada de Luis, les quemó el cristal con un mechero para evitar que se empañasen. Nos orientó también sobre dos o tres playas al oeste de Split más destinadas a la práctica de deportes que al tumboneo. Muy bien, pues ya teníamos gafas de buceo y palo selfie; ahora teníamos que ponernos en marcha antes de que se nos olvidara nuestro propósito y nos dedicáramos a seguir acumulando trastos ad infinitum.


       Atravesamos todo el parque Marjan, una reserva natural que me recordó en cierto modo a la Península de la Magdalena, pero a lo bestia. Hicimos una buena caminata hasta la cima, pero mereció la pena, sobre todo por las vistas que hay desde el mirador a medio camino. También tiene una de esas fuentes a la sombra donde nunca te cansas de beber agua. Acostumbrada como estoy a ver en Oslo gente practicando deporte al aire libre en cuanto las condiciones climatológicas lo permiten mínimamente, me sorprendió no encontrar a nadie corriendo, entrenando perros o haciendo senderismo en un entorno como aquel, donde las vistas eran preciosas en cualquier dirección. Por eso me sentía un poco fuera de lugar o en algún sitio donde no se supone que debiera estar. De hecho, eran tan pocas las personas que nos encontramos camino a la playa, que intercambiaban saludos con nosotros. Que me aspen si no nos estábamos adentrando en el Split profundo. Nuestra intención era llegar hasta la playa paseando por la senda del parque, pero cuando nos dimos cuenta de que el camino bordeaba toda la península resolvimos atajar campo a través, en plan cabra. Nos dirigíamos a Bene, la playa más alejada de Split y la que suponíamos estaría menos llena. Acertamos; solo estábamos nosotros y un par de tipos más que supusimos lugareños. No era una playa al uso, sino más bien una orilla de piedra y rocas con espacio suficiente como para colocar algunas toallas, pero tenía el agua más transparente que he visto en mi vida. Junto a la orilla, entre los pinares, una cafetería con terraza y un par de pistas deportivas. Echamos el resto de la tarde nadando y viendo bancos de peces, medusas, coral...Después extendimos toda la ropa mojada sobre una roca (no más perretes en nuestra habitación, gracias) y nos quedamos mirando cómo se ponía el sol. Como este momento nos pareció de lo más metafórico, nos vimos obligados a grabarlo; lo comparto aquí.


         Sabíamos que levantar el campamento suponía el fin del viaje, pero tampoco queríamos hacer todo el camino de vuelta en total oscuridad. Volvimos ahora bordeando la costa que no habíamos visto antes, por un paseo iluminado y, ahora sí, lleno de gente. Se levantó un fuerte viento que resultó en brisa tranquila y templada al cabo de unos minutos, con olor a pino. El cielo estaba rosado, el mar oscuro y los pescadores guardaban las redes y volvían a casa. Pensamientos que no quería tener en aquel momento acudieron sin ser llamados, pero me había prometido que, por una vez en mi vida, no iba a amargarme los últimos ratos de viaje, así que en lugar de tirarme al suelo y hacer el bicho bola mientras me compadezco de mí misma y de lo poco que viajo, con lo que a mí me gusta, propuse a Luis poner el colofón yendo a cenar un poco de pescado frito en un restautante que habíamos visto por la mañana, y tomar algo después. El paseo nos condujo a través del pinar primero, y barrios de casas después, hasta la calle Marmontova, una de las principales avenidas de la ciudad vieja.


       Para terminar la noche, nos sentamos en la terraza de un restaurante que nos llamó la atención: el Corto Maltese. Su carta era muy tentadora, pero ya estábamos llenos de algo parecido a chanquetes, así que solo bebimos. Un aplauso para los camareros, que me animaron a entrar al local solo para verlo, porque la decoración era espectacular. Aun así, y no me matéis, confieso que no me entusiasman las ilustraciones de Hugo Pratt, a pesar (o quizás a causa) de haber tenido siempre presentes muchas de sus novelas gráficas (Corto Maltés entre ellas), porque mi padre sí es un gran aficionado.


       Nuestro periplo termina en el peristilo del Palacio de Diocleciano, donde doce horas después del cambio de guardia hortera, escuchamos a un grupo callejero que nos hace la vuelta a casa más melancólica, pero nos completa el viaje. Después de esto solo hay sueño, controles, aviones y otros menesteres poco interesantes. 


       En Croacia dejamos una crema solar y un champú demasiado grandes, pero nos trajimos una piedra de la playa de Dubrovnik (efectivamente, soy una de esas personas que recoge piedras aleatorias de la calle, llevo haciéndolo desde Windsor, 1995 y nadie me detendrá). Una vez más, Europa me deja positivamente sorprendida y con ganas de más. Puedo aventurar que mi próximo viaje a Croacia también lo será al resto de repúblicas de los Balcanes, así que voy a ir preparándome una buena razón para coger un permiso largo. Esto me va a llevar muuuucho tiempo.
       

martes, 6 de junio de 2017

Croacia o cómo sucumbimos al palo selfie (I)

       Amigos, si hay una sensación impagable y que no podría describiros fácilmente, es la de salir de un avión procedente de Oslo que acaba de aterrizar en el aeropuerto de Dubrovnik e ir notando cómo el sol te calienta poco a poco la punta de la nariz, que tienes fría e insensible desde que, hace ya semanas, empezaste a sufrir la dichosa alergia al polen de abedul. Por eso en cuanto pisé suelo croata me quedé parada y mirando al cielo con los ojos llorosos y entrecerrados (de nuevo, abedul). El resto del día lo pasé purgando mi cuerpo, así que tratad de añadir a todo lo que os cuente un montón de pañuelos de papel, un inhalador (pizca de asma, cortesía de la casa) y un colirio como elementos de contextualización. Ayudará a que os metáis en la historia. De nada.

       Subirme al autobús que nos llevó del aeropuerto a Dubrovnik fue como dar un salto espacial y plantarme en el bus de línea Oruña-Santander; la misma tapicería, la misma era de fabricación...Casi me sorprendí cuando el conductor no sintonizó Estéreo Latino. Le doy al bus croata 4 puntos de carisma porque pudimos pagar con tarjeta, algo maravilloso si tenemos en cuenta que no llevábamos absolutamente nada de efectivo en kunas (a los viajes, bien preparados, sí, señor). 

       El viaje fueron unos 25 minutos de Dubrovnik no turístico, es decir, mucha casa de ladrillo típica de la ex-Yugoslavia, mucho cimiento a la vista, mucho apaño de mi cuñao el Sebas (o de mi cuñao el Anđelko), mucha vivienda que parece abandonada pero no y unos remates que probablemente respondan más a una necesidad que a un estilo arquitectónico. Pero oye, componían un paisaje que tenía su punto, y en medio de una naturaleza brutal, con mar a la izquierda, montaña a la derecha y vegetación por todas partes. Eso por no mencionar que durante los últimos cinco minutos del trayecto tienes unas vistas de la ciudad fortificada que, si el día es despejado, como fue el caso, son espectaculares. Seguramente lo habría disfrutado más si no hubiera tenido que ir agarrada al asiento de delante mientras botaba en el mío y me esforzaba por no pensar en el precipicio del borde cada vez que venía otro autobús de frente. Desde luego, los conductores del Aranda Calderón nunca bajan así de rápido la cuesta de la Pajosa, les devuelvo sus puntos de carisma.

       Una de las peculiaridades de vivir en Oslo es que nos hemos acostumbrado a un ritmo de vida bastante tranquilo que incluye no tener que apearte de ningún autobús en mitad de una carretera por la que circulan miles de vehículos en ese instante. Cuando optamos por actuar en vez de quedarnos parados en medio de aquella locura de tráfico y conseguimos cruzar a la acera de enfrente, vimos que estábamos a solo unos pocos metros de la puerta de Pile, la entrada principal a la ciudad amurallada de Dubrovnik, pero aun así preferimos ir primero al hotel a dejar los mochilones y cambiarnos, porque aunque eran solo las 9 y pico de la mañana, ya hacía un sol de justicia y no era plan de ir ni tan cargados mi tan vestidos. Nuestro alojamiento no estaba en el centro, sino en un barrio periférico a unos 15 minutos a pie de allí, así que fuimos andando. Según nos íbamos acercando, las tiendas de souvenirs y comercios bonicos fueron dando paso a bares de parroquianos y sex-shops. Bien, esto me gusta. No es ironía. Lo que ya no me hizo tanta gracia fue el puñado de escaleras que tuvimos que subir para llegar a la pensión, con sus peldaños bien altos y bien majos. 

       Nos hospedamos en el Guesthouse Cesic, una casa grande con varias habitaciones en alquiler, todas con su propio baño. Nos recibió una mujer muy agradable y con un parecido más que llamativo a Carmina Barrios. En cuanto cruzamos la puerta dimos otro saltito espacio-temporal a la España de los años 70: mueble expositor de licores, sillas tapizadas, mesa de madera maciza en mitad del salón con el registro de clientes en una libreta y una calculadora al lado. Tapetes de ganchillo, sofá de terciopelo, cortinas de encaje. Un maravilloso museo. La mujer hablaba el inglés justito, pero lo compensaba con la intención que ponía, así que la comunicación fluyó satisfactoriamente. Solo arrugó el gesto cuando le dijimos que no llevábamos efectivo. Ahí nos pidió por favor que le dejásemos nuestros pasaportes y esperásemos a "el Jefe". De repente, estábamos secuestrados.

       El jefe llegó al rato, acompañado de un chico joven. Él de inglés ni papa, pero el chico nos iba traduciendo todo. Aunque uno de los motivos por los que escogimos esta casa fue la posibilidad de pagar con tarjeta, hacía ya un buen rato que habíamos perdido la esperanza de que esa información fuera cierta; ahora solo queríamos saber si podíamos salir en busca de un cajero o nuestras vacaciones iban a trocarse en un hilarante campamento de trabajo voluntario. Al final acordamos volver a casa antes de las 9, que era la hora de dormir del jefe, y darle el dinero. Entretanto, se quedaría nuestros pasaportes como garantía. El chico nos indicó qué buses coger y dónde comprar los billetes, y nos dio un par de sugerencias de sitios en los que comer, así que con esa información nos pusimos en marcha. Teníamos las horas contadas y al Jefe controlando.

       En bus tardamos 5 minutos de reloj en volver a la puerta Pile. La entrada de la ciudad amurallada recomiendo recorrerla haciendo el molino con los brazos o cantando muy fuerte con los dedos metidos en los oídos; será la única forma de librarte de las hordas de personas que intentarán venderte visitas guiadas por el casco histórico, excursiones temáticas de Game of Thrones y Star Wars y cursos introductorios de kayak por el Adriático. En caso de que no estés interesado en pagar por algo de eso, claro. Si no, esta será tu puerta al paraíso de las actividades. No hay visitas guiadas gratuitas, aviso a navegantes.

       Fue cruzar la puerta Pile y empezar a hacer lo que más nos gusta y mejor se nos da: deambular sin saber adónde ir. Es muy útil si no se lleva prisa porque te da una primera imagen del lugar que visitas, y te vas ubicando mientras paseas tranquilamente. Si vosotros también sois fans de esta técnica, que sepáis que deambular en la ciudad vieja de Dubrovnik requiere estar en muy buena forma física, porque implica pasar el día subiendo y bajando escaleras. «Nota mental: el yoga es muy guay, pero no mejora mi resistencia; habrá que probar con otro deporte de señora». Así, subiendo y bajando, dimos un primer repaso a las calles principales y visitamos el puerto viejo. Me gustó mucho el ambiente de las callejuelas estrechas, la ropa de colores tendida en las ventanas, los incontables gatos callejeros haciendo caso omiso de la gente. Otro apunte: la luz que desprende Dubrovnik no la he visto en ninguna otra parte antes. Si bien no soy una persona anti-gafas-de-sol, me incomoda un poco llevarlas y las evito si puedo, pero aquí tuve que ponérmelas. Quizá tenga que ver que, dado lo pulido de los adoquines de las calles, a veces parece que caminas sobre un espejo que reflejara toda la luz del sol, especialmente en Stradun, la calle principal. Entre la persistencia de los síntomas de la alergia y lo poco que veía, me estaba perdiendo el 70% del viaje, así que fue una causa de fuerza mayor.



       Cuando supimos que no había visitas guiadas gratuitas, tiempo antes, empezamos a preparar nuestro propio tour, así que teníamos más o menos claro lo que queríamos ver. Una ventaja de Dubrovnik, sobre todo si no dispones de mucho tiempo, es que la ciudad vieja se ve enseguida; Stradun conecta dos de las construcciones más importantes, como son la fuente de Onofrio y el monasterio de Santo Domingo, con la Plaza Luza, donde sigue la fiesta monumental. Como este no es un blog de viajes ni de historia del arte, no entraré en detalle sobre cosas de las que no soy ninguna experta y que además podéis encontrar en un millón de blogs, solo os diré que, como casco histórico restaurado, el de Dubrovnik es una joya; yo no podía quitarme de la cabeza que a principios de los años 90 esa ciudad estaba siendo bombardeada.



       Aunque pagar 14 euros nos parecía un poco caro y simplemente paseando podíamos ver toda la ciudad bastante bien, cedimos a la tentación de subir a la muralla, y he de decir que mereció la pena. Entramos por la puerta Ploče, al este de la ciudad, y después de comprarle los billetes a un venerable anciano que escuchaba house a todo volumen, echamos nuestras dos buenas horitas a la solana, pero es que, una vez arriba, puedes utilizar el tiempo que quieras, así que no nos dejamos ni un solo resquicio sin patear ni una sola torre desde la que otear. Y sí, las vistas son impagables, pero más que el panorama de la ciudad amurallada, de la que evidentemente se tiene una perspectiva impresionante, yo destacaría los pequeños jardincitos y terrazas de las azoteas, que de otra forma no puedes ver, y las ruinas integradas en el resto de la ciudad, o las casas abandonadas con miles de gatos viviendo en la maleza. Por cierto, hay alguien cuya casa tiene parte de la terraza en la misma muralla; si eres tú y por casualidad sabes español y estás leyendo esto, contacta conmigo para tramitar los papeles de la adopción cuanto antes.



       Al bajar de la muralla parecíamos Bocaseca Man (es lo que tiene renunciar por principios a tomar smoothies que te venden en lugares históricos), así que decidimos ir a refrescar el gaznate (qué magnífica expresión). Dubrovnik está lleno de bares, pero muchos inflan los precios hasta límites insospechados. Habíamos visto desde nuestro paseo por las alturas (truquis) un par de bares en el exterior de la muralla, entre las rocas, y fue nuestra opción. No están señalados en absoluto y, de hecho, si no lo lees o te lo cuentan, lo más probable es que pases de largo la entrada, porque no tiene nada de particular. Había gente, pero tampoco estaba atestado, y encontramos sitio sin problema. Música tranquila, ambiente relajado, vistas al mar y limonada ácida y fría. Los camareros saltaban por las rocas con envidiable habilidad llevando bandejas. Aquí tomamos contacto con nuestra primera Karlovačko Radler, cerveza con limón. Bueno, y con nuestra segunda. Con semejante atmósfera y el sol pegándonos en la cabeza, tardamos lo justo y necesario en quedarnos sopa. Cuando Luis ya parecía Dos Caras, emprendimos la vuelta a casa.



       Al llegar, Carmina nos recibió de rodillas cepillando la alfombra del salón. Le contamos un poco nuestro día y le comentamos que ya teníamos el dinero. Al parecer, "el Jefe" estaba en el supermercado, así que nos tocó esperarlo. Llegó al rato, "cargado" con una bolsita liviana y cara de estar agotado, se secó el sudor y se sentó a la mesa a hacer cuentas con nosotros. Carmina y él hablaron un rato en un tono regulero y, cuando ella recogió la bolsa que él había traído y se metió en la cocina a preparar comida, él puso cara de resignación, ojos en blanco incluidos, y nos hizo un gesto de cortarse la pierna por la mitad mientras se reía. Si hay algún intérprete de croata en la sala, que por favor se manifieste y nos ilustre sobre el significado de ese gesto. Nosotros, de momento, seguiremos pensando que significa algo así como: "Qué crack soy, hasta aquí me llegan los huevazos". Nosotros, por supuesto, nos reímos con él; nuestros pasaportes estaban en juego.

     Siguiendo la recomendación que nos habían dado, bajamos a cenar a una pizzería justo debajo de casa. Nos gustó el ambiente distendido, casi de colegueo, de restaurante de vecindario. Lo llevaba gente muy joven, todos hablaban inglés y eran muy agradables. Pedimos una pizza familiar que, si hubiéramos partido en porciones y guardado en tuppers, podría habernos alimentado el resto de nuestro viaje en Croacia. Pero sí, nos la comimos entera aquella noche, qué le vamos a hacer.

      Al volver a casa, Carmina y el Jefe estaban sentados viendo la tele en el salón.  La relación jefe-empleada empieza a volverse confusa. Él estaba como para habernos ofrecido la mano esperando que le hubiéramos besado el sello. Noche tranquila, solo interrumpida de hito en hito por calambres musculares en los gemelos y/o taponamiento extremo de nariz. Todo sereno.

       Al día siguiente madrugamos, pero da igual, Carmina ya estaba dándolo todo entre el aspirador y el tendedero. Desayunamos en una crepería llamada Dolce Vita, en pleno centro, barata y con unos crepes que se te va la olla. Ese día decidimos visitar la playa Gradska Plaža, junto a la ciudad amurallada. Esta playa tiene una parte de hamacas que se alquilan y otra de toallada libre para la plebe, adivinad en qué parte estuvimos. La playa está absolutamente llena de rocas, al punto de que para extender la toalla hay que empezar a mover piedras (lo cual tiene su lado bueno, y es que puedes hacerte una especie de fuerte anti-personas). Ni a Luis ni a mí nos entusiasma la playa, pero el mar nos encanta, y de algún modo, creo que desde que vivo en Oslo aprecio más los días soleados y de buen clima, así que sacamos todo el partido que pudimos al día. Por cierto, el agua era una auténtica delicia, no solo por la temperatura, sino porque se veía perfectamente el fondo incluso en zonas ya bastante profundas. Las rocas, los peces...una maravilla.



       Salimos de la playa tarde, hambrientos y colorados, pero satisfechos. Comimos en el Barba, un restaurante de comida callejera ¡que solo tenía pescado! Nos encantó, todo estaba muy fresco y ofrecían platos muy originales a un precio más que aceptable para ser Dubrovnik. Además está en pleno casco antiguo. En la foto, el bocadillo de pulpo que me comí (y que recomiendo encarecidamente), los calamares que compartimos y la cerveza artesanal del propio Barba (que se vendía en algún sitio más). Tiene la peculiaridad de que puedes personalizar los tenedores de madera que te dan. Si los de al lado no hubieran acaparado los mejores rotuladores, habríamos dado más rienda suelta, si cabe, a nuestra vena artística.



      Al salir de allí nos dimos cuenta de lo tarde que se nos había hecho. Se nos olvidaba que en Dubrovnik no anochecía tan tarde como en Oslo. Decidimos volver por última vez al bar en las rocas, que a esa hora en la que ya caía el sol tenía una atmósfera especialmente agradable. Después, ya de noche, hicimos un recorrido final por toda la ciudad. Volvimos a los mismos sitios por donde ya habíamos caminado, pero esta vez el ambiente era distinto. Por las callejuelas no quedaba ya casi gente y había una esencia de barrio familiar en las puertas entornadas por donde se colaban a todo correr los últimos niños que volvían a casa. Aún hacía calor y todas las ventanas estaban abiertas, dejando salir el rumor de conversaciones, de televisores, los olores de las cocinas...En el centro y calles aledañas, había conciertos de jazz. Merece mucho la pena conocer la noche de Dubrovnik.



       El lunes por la mañana, después de comprobar con tristeza extrema que nuestras toallas y ropa de playa no habían terminado de secarse y teníamos que meterlo todo mojado en bolsas y a la mochila, salimos del hostal. Era muy pronto y no queríamos molestar, pero ya estaba Carmina plumero en mano. No sé cuánto habría dormido, porque cuando le dimos las buenas noches horas antes, la dejamos trasladando barreños hasta los topes de ropa de una habitación a otra. Cuando le agradecimos todos sus esfuerzos y le alabamos su trabajo, nos dejó muy clarito que menos blablabla y más poner dieces en Tripadvisor, pero nos dio un besazo y un abrazazo de despedida. Al Jefe no volvimos a verlo. Una pena.

       Por la tarde salía nuestro barco hacia Split. ¿Lo bueno? Que disponíamos de unas horas más en Dubrovnik. ¿Lo malo? Que teníamos que ir en modo caracol con nuestros mochilones noruegos. Resolvimos tomárnoslo con mucha calma y, desayuno mediante (para el que, sin dudarlo, volvimos a nuestros amados crepes de la Dolce Vita), visitamos por última vez lo que más nos había gustado. Me habría gustado comprar todo tipo de productos típicos, desde la artesanía que abunda en los puestos callejeros hasta comida, pero ni mi economía ni las restricciones de equipaje de mano de Norwegian me lo permitían. Hacia el mediodía, cogimos un autobús hasta el puerto nuevo, al otro lado de la ciudad, y comimos allí mientras esperábamos a que saliera nuestro barco. Haría unos 25 grados a la sombra, pero como nos va el riesgo...una con anchoas y otra picante, que no se diga.

(to be continued si no me da mucha pereza...)

jueves, 17 de noviembre de 2016

17 de noviembre

Hace muchos tiempos, en la plenitud de nuestra belleza (pobres de nosotros).
       
     No suelo yo escribir de ciertos temas en mi blog, ni tampoco hablar de ellos, principalmente porque nunca se me ha dado bien hablar de mi vida privada, pero hoy me apetece contar algo muy concreto.

       En los últimos meses mi situación a nivel personal ha cambiado un poco. Pero es un poco muy importante para mí. Sigo en Oslo (y seguiré; lo adelanto para quienes se lo pregunten), pero desde marzo ya no vivo sola, sino con mi pareja. Y este ha sido el mejor acontecimiento de mi 2016 que, por lo demás, ha sido un año bastante regulero.

       Cada pareja tiene sus códigos y sus costumbres, y Luis y yo siempre tuvimos muy claro nuestro espacio dentro de la pareja; para nosotros siempre fue normal, por ejemplo, que cada uno tuviera sus amigos (que podían caerle bien al otro o no, con quien podíamos quedar en grupo o no), o que los dos dedicáramos tiempo a nuestras cosas por separado, ya fuera porque tenemos aficiones muy diferentes o porque a veces apetece estar solo, sin más. Lo que no significa que no disfrutáramos mucho pasando tiempo juntos.

       Os aseguro que vivíamos muy felices en Salamanca, pidiendo cena a domicilio cada dos noches, acogiendo Erasmus en nuestra casa como peregrinos un albergue, y tragándonos película tras película y serie tras serie.

       Pero tras varios años viviendo así, yo decidí venir a Noruega. No fue un impulso, sino una decisión premeditada. Sabía que él no podía venir, pero aun así me fui, no porque le quisiera menos ni porque no estuviera a gusto con él, sino porque sentía que necesitaba esa experiencia y no tenía por qué renunciar a ella. Llámalo crisis de recién licenciada sin perspectivas de trabajo, llámalo ganas de vivir en otro país o como te dé la gana pero, independientemente de mis motivos, yo quería irme, y quería irme a Noruega. Sobre si fue un acierto o no hablaremos otro día, pero cuando empecé a anunciar que me iba, me llovieron comentarios del calibre: "¿Y vas a dejarle solo? Pobrecillo", "Bueno, no pasa nada, puedes buscar allí un novio noruego" o "¿Y no te parece que estás siendo un poco egoísta?". Comentarios que, cuando mi estancia aquí empezó a alargarse, evolucionaron a otro tipo que os podéis imaginar sin necesidad de ejemplos. De todos ellos, el más repetido y mi favorito (además de aplicable a muchos otros aspectos de la vida) es: "Yo es que una relación así no la entiendo". Pues vale. Siento que mi modo de vida no entre dentro de tu comprensión, pero la verdad es que me importa una mierda. Es más, nadie te ha pedido que entiendas nada, yo con que te calles la boca me conformo. Al final, comentarios como ese se han convertido en un filtro anti-personas buenísimo.

       A lo largo de estos años han querido compararnos con todas las parejas de conocidos y vecinos que han vivido una relación a distancia, nos han cuestionado, aconsejado sin que lo hubiéramos pedido e incluso han pretendido hacernos empatizar con la pareja de la película 10000 kilómetros y sus conflictos existenciales de chichinabo, ¡qué gran ventaja es que los juicios de valor resbalen por la mejor de nuestras ensayadas sonrisas de estúpidos!

       Y en medio de los corrillos de gente que siempre necesita encajarlo todo entre sus normalmente limitados márgenes de comprensión, siempre ha estado la persona que nunca me juzgó ni me cuestionó ni intentó convencerme de nada ni me mostró otra cosa que no fuera apoyo y ánimo: Luis (y también personas a las que siempre agradeceré su infinita paciencia y sus conversaciones). No sé si suena descabellado que ese sea uno de los motivos por los que, seguramente, seguimos juntos a día de hoy. Eso y que no nos consideremos propiedad el uno del otro, sí, eso también ayuda.

       Es cierto que hay temas muy complicados en una relación a distancia (y no me refiero solo a los más evidentes), pero cada pareja los gestiona como buenamente puede y sabe. En nuestro caso han sido años de despedidas eternas en aeropuertos, de preparar exámenes de madrugada a través de las interferencias de Skype, de apagar el ordenador con furia después de una conversación en la que necesitábamos más que palabras o de despertar con el ordenador encendido y no recordar cuándo nos quedamos dormidos, años viéndonos una vez cada tres meses para descubrir que estábamos cambiando, por fuera y por dentro, y de adaptarnos o a veces solo aceptar esos cambios. Por eso, que ahora estemos juntos en Oslo después de todo es una batalla ganada, también contra nosotros mismos, que somos los únicos que sabrán cómo conseguimos llegar hasta  aquí.

       No escribí una entrada el día que Luis llegó a Noruega, pero la escribo hoy, que cumplimos diez años como pareja. Aquí no pedimos comida a domicilio tan a menudo porque no nos lo podemos permitir, y no podemos acoger a nadie en casa porque es tan pequeña que nuestra propia convivencia parece una coreografía perfectamente estudiada, pero al fin hemos podido volver a ver horas y horas de cine y series juntos. Y eso me hace feliz en un sentido muy completo.

Hoy mismo. Sin retoques, de malísima calidad y en pijama. Fiel retrato.

lunes, 31 de octubre de 2016

Por la puerta grande

Se arrojó por los ventanales abiertos de par en par, pero no consiguió matarse. En cuestión de horas, pasó del bando sublevado a un manicomio remoto. Lo último que recordaba era su propia cara en el espejo, congelada primero en una mueca de terror seco, y desfigurándose instantes después en un grito demencial al tiempo que abría desmesuradamente los mismos ojos que tanto horror y crueldad habían devorado en descampados, en patios. Vivía en la misma ciudad de siempre, en el mismo barrio, pero ya sin sillas junto a las puertas, sin flores en los balcones, sin música. ¿Cuándo se llevaron a Pedro? ¿Qué fue de Teresa? Se preguntaba por qué recordaba ahora a toda aquella gente por primera vez si ya habían pasado meses. ¿Y Vicente? El bueno de Vicente...¿quién se lo llevó? La última vez que lo vio, un hombre le empujaba hacia el ruedo a culatazo limpio. Eso fue solo un par de días después de que él mismo le hubiera traicionado y hubiera ordenado que se lo llevaran detenido. Contempló la escena sin inmutarse y acudió al espectáculo invitación en mano, como estaba previsto.

Abajo, en la calle, sus bramidos de dolor y locura llenaban el aire seco. En su habitación, sobre la cama, dos fotos y una camisa limpia, a estrenar. Por la radio retransmitían una corrida de toros.

domingo, 23 de octubre de 2016

Priorizar, y eso

A partir de hoy, vuelvo a poner el blog en marcha. Pero seré breve en mis entradas, muy breve, sobre todo al principio. Todo esto con la esperanza de que la terrible crisis creativa que me tiene secuestrada vaya liberándome poco a poco. Me frustra tanto el esfuerzo que tengo que poner en escribir dos párrafos como me enfurece pensar en la gente que entrará aquí, leerá entre líneas para hacerse una vaga idea de lo que quiero decir y se irá. Supongo que somos seguidores de las mismas cuentas en Instagram.

Pero tengo que forzarme un poco a escribir si quiero recuperar una inversión de mi tiempo que, no sé en qué momento, empezó a desaparecer hasta hacerlo casi por completo. No me refiero al blog, sino a los cuentos, las reflexiones o aun las ideas en post-it. Todo ha sido sustituido por otras actividades. Excluyendo tareas como cocinar, limpiar, hacer la compra o la colada porque son compartidas (aunque eso no signifique que no me lleven una parte significativa de tiempo), no puedo trabajar ocho horas al día, dormir otras ocho y que las ocho restantes me den para colaborar en un proyecto literario, tocar el bajo, actualizar la única red social en la que me permito ser activa, ver series o cine, hacer yoga, utilizar Whatsapp, leer, dar clases de español, socializar, hablar por Skype y ver vídeos ridículos o absurdos como manifestación de mi derecho y afición a procrastinar. No puedo con todo. Con todo no. Pero lo hago. Y he ahí el problema.

La agenda nueva, de gatos, por favor.


lunes, 14 de marzo de 2016

El televisor - España, 1974 (Historias para no dormir)

Puedes leer esta crítica sin temor a spoilers; en esta casa no se destripa ninguna película
 


   Ayer me dio por repasar una serie que me fascina: Historias para no dormir. En general me gustan mucho todos los trabajos de Narciso Ibáñez Serrador, figura clave del terror español; puedo decir que me han hecho pasar más miedo que (casi) todo el cine de terror americano rodado en los últimos 30 años. Iré comentando los capítulos con tiempo, porque es una serie de la que merece la pena hablar.

   Hoy voy a empezar por el primer episodio que vi: El televisor. Su argumento bien podría formar parte de una tira cómica de Don Celes: los miembros de una tradicional familia española de clase media deben todos los caprichos de que disfrutan a Enrique, padre y cabeza de familia, que trabaja sin descanso cada día para que ni a su mujer ni a sus hijos les falte de nada. Tanto antepone el hombre el bienestar de los demás al suyo propio que nunca tiene tiempo ni dinero para conseguir su único capricho: un televisor. Hasta que un día, al fin, le llega la oportunidad.

  Este capítulo, que por su duración (es más largo que los demás) podríamos considerar mediometraje, en realidad fue rodado al margen de Historias para no dormir y, aunque con los años ha pasado a formar parte de una especie de tercera etapa de la serie, es cierto que en él se alcanzan una mayor dimensión psicológica en los personajes y más complejidad en la propia trama. 

   Confieso que ya había visto varios capítulos de esta serie, aunque quizá era demasiado joven para entenderlos, de hecho algunos los había olvidado por completo. Este en concreto sí lo recordaba, pero me pasó con él algo similar a lo que me pasó con La cabina, de Mercero: me impactó mucho cuando lo vi por primera vez, probablemente porque no entendí bien de qué iba el tema, y lo único que conservé fue el final en la retina, un montón de preguntas en la cabeza y una sensación de inquietud en el estómago que no había podido digerir hasta ahora, que comprendo lo que he visto. Llevo ya un par de días con la serie y estoy encantada de poder redescubrir algo así. 

   Le pongo un 8 sobre todo por el monólogo de Enrique, que me parece brillante, y por la vigencia que sigue teniendo el mensaje hoy día, aunque parezca una tontería. Lo que en los 70 era la tele hoy podría ser cualquier otra cosa que nos lave el cerebro, y no me refiero solo a un móvil o un ordenador, sino todo lo que nos haga ser esclavos de sus "bondades". La reflexión sobre el poder de la publicidad, la alienación y, a otra escala, un progreso para el que la humanidad podría no estar preparada, está asegurada.
   
   Por cierto, todos los capítulos están en Youtube, aquí podéis ver El televisor. Por favor, amantes del terror que, no se sabe cómo, habéis venido a parar a mi blog: aprovechad la oportunidad, que no os arrepentiréis. Y, aunque no seáis particularmente aficionados al terror, os lo recomiendo igualmente; es un buen ejercicio de cine y siempre es una curiosidad encontrar el punto medio entre Hitchcock y las peculiaridades de los años 70 en la España cañí. 


martes, 8 de marzo de 2016

El club - Chile, 2015

Puedes leer esta crítica sin temor a spoilers; en esta casa no se destripa ninguna película


En un pueblo chileno pequeño y aparentemente pacífico viven, en estricto retiro, cinco curas con una monja que cuida de que sigan las normas de su reclusión. Un suicidio inesperado, junto con la llegada de un desconocido un tanto perturbado que dice conocer al último cura que se unió al grupo, dejará al descubierto los oscuros motivos por los que esos hombres viven apartados del mundo.

_______


   Bien, estoy ante una película de las que me gustan. De las difíciles de digerir. Se me había quedado en la categoría de películas pendientes desde que me la perdí el año pasado en el Film fra Sør, el festival de cine más importante de Oslo, pero ayer, al fin, pude verla.

   Desde las primeras escenas me olí que la cosa pintaba regular. Lo hostil y brumoso de sus paisajes me recordó enseguida a películas como The war zone (La zona oscura), de Tim Roth, donde también el clima creaba tantas sensaciones (chungas). Pero esa no será la única figura retórica que encontraremos en la película; porque aquí hay mucha metáfora, señores; metáfora marítima, religiosa y perruna. 

  Es una película lenta y fea, sin que ninguno de estos dos adjetivos calificativos signifiquen algo malo. El problema es que también es desagradable y violenta, sobre todo implícitamente. Y eso ya es un poco peor. 

   No puedo decir que me gustaran los personajes que me encontré en la dichosa casita del terror, porque no es así, pero sí las interpretaciones. Debe de haber supuesto mucho esfuerzo representar tanto cinismo (sobre todo uno de los personajes), soberbia, suficiencia, falta absoluta de autocrítica y esa frialdad que por momentos me produce pesadillas. Con todo, la película se ahorra el drama fácil y los moralismos en los que muchas otras caerían fácilmente, lo cual es de agradecer. 

   La banda sonora, muy bien escogida para mi gusto, es inquietante, sobrecogedora y un poco locatis, en plan violines estridentes por aquí y cantos religiosos por allá. A veces entre la música, las retahílas de barbaridades en chileno, los planos en interiores... me agobió tanto que quise pausar la película para coger aire. Pero no hay problema, porque para darnos un respiro, le han añadido unos toquecillos de humor; un humor nigérrimo, eso sí, e incómodo, como casi todo aquí.

  Habrá quien opine que quedan cosas en el aire, o poco claras. En mi opinión, todo está perfectamente expuesto, sin necesidad de dárselo todo masticadito al espectador. Es cierto que no se explican según qué cosas abiertamente, pero para mí quedan claras a través de diálogos, acciones e incluso silencios. Además, hay otras partes en la que, para contrarrestar, obtenemos más información de la que nos gustaría recibir, ¿o no? Todo lo que para mí haya podido quedar poco claro, sin duda ha tenido que ver con la variedad de español chileno, que en ocasiones, confieso, me ha hecho pegar la oreja al altavoz para enterarme bien de todo lo que decían, un par de veces sin éxito. Mea culpa (bueno, mea y puede que de la de mi sistema de sonido).

   Le resto algún punto, llamadme exagerada si queréis, por las escenas con animales que me hicieron girar la cabeza un par de veces. Desde que leí que la American Human Association (entidad que certifica que ningún animal sufre daños durante los rodajes) está comprada, soy muy escéptica ante este tipo de escenas. Aunque admito que la historia con los galgos está justificada y es necesaria. Guión, fotografía y planos son correctos, aunque no excepcionalmente buenos, en mi opinión. Eso sí, todo está focalizado hacia la atmósfera de angustia que se quiere (y se consigue) transmitir. Por eso le pongo un 7 sobre 10 en Filmaffinity

   En definitiva, El club es una película que no recomendaría a todo el mundo, sino únicamente a quien tenga un estómago fuerte y ganas de pasarlo bastante mal viendo buen cine. Me ha parecido una apuesta muy arriesgada, con un tema central que aún sigue siendo tabú y, digan lo que digan, poco tratado en el cine con honestidad, y menos en Chile. Si bien no me parece una película redonda, sí me deja con ganas de ver más de Pablo Larraín, sobre todo porque si la hubiera dirigido Haneke, que bien podría haber sido, estaríamos todos haciendo cola en el cine dos días antes del estreno.