martes, 6 de junio de 2017

Croacia o cómo sucumbimos al palo selfie (I)

       Amigos, si hay una sensación impagable y que no podría describiros fácilmente, es la de salir de un avión procedente de Oslo que acaba de aterrizar en el aeropuerto de Dubrovnik e ir notando cómo el sol te calienta poco a poco la punta de la nariz, que tienes fría e insensible desde que, hace ya semanas, empezaste a sufrir la dichosa alergia al polen de abedul. Por eso en cuanto pisé suelo croata me quedé parada y mirando al cielo con los ojos llorosos y entrecerrados (de nuevo, abedul). El resto del día lo pasé purgando mi cuerpo, así que tratad de añadir a todo lo que os cuente un montón de pañuelos de papel, un inhalador (pizca de asma, cortesía de la casa) y un colirio como elementos de contextualización. Ayudará a que os metáis en la historia. De nada.

       Subirme al autobús que nos llevó del aeropuerto a Dubrovnik fue como dar un salto espacial y plantarme en el bus de línea Oruña-Santander; la misma tapicería, la misma era de fabricación...Casi me sorprendí cuando el conductor no sintonizó Estéreo Latino. Le doy al bus croata 4 puntos de carisma porque pudimos pagar con tarjeta, algo maravilloso si tenemos en cuenta que no llevábamos absolutamente nada de efectivo en kunas (a los viajes, bien preparados, sí, señor). 

       El viaje fueron unos 25 minutos de Dubrovnik no turístico, es decir, mucha casa de ladrillo típica de la ex-Yugoslavia, mucho cimiento a la vista, mucho apaño de mi cuñao el Sebas (o de mi cuñao el Anđelko), mucha vivienda que parece abandonada pero no y unos remates que probablemente respondan más a una necesidad que a un estilo arquitectónico. Pero oye, componían un paisaje que tenía su punto, y en medio de una naturaleza brutal, con mar a la izquierda, montaña a la derecha y vegetación por todas partes. Eso por no mencionar que durante los últimos cinco minutos del trayecto tienes unas vistas de la ciudad fortificada que, si el día es despejado, como fue el caso, son espectaculares. Seguramente lo habría disfrutado más si no hubiera tenido que ir agarrada al asiento de delante mientras botaba en el mío y me esforzaba por no pensar en el precipicio del borde cada vez que venía otro autobús de frente. Desde luego, los conductores del Aranda Calderón nunca bajan así de rápido la cuesta de la Pajosa, les devuelvo sus puntos de carisma.

       Una de las peculiaridades de vivir en Oslo es que nos hemos acostumbrado a un ritmo de vida bastante tranquilo que incluye no tener que apearte de ningún autobús en mitad de una carretera por la que circulan miles de vehículos en ese instante. Cuando optamos por actuar en vez de quedarnos parados en medio de aquella locura de tráfico y conseguimos cruzar a la acera de enfrente, vimos que estábamos a solo unos pocos metros de la puerta de Pile, la entrada principal a la ciudad amurallada de Dubrovnik, pero aun así preferimos ir primero al hotel a dejar los mochilones y cambiarnos, porque aunque eran solo las 9 y pico de la mañana, ya hacía un sol de justicia y no era plan de ir ni tan cargados mi tan vestidos. Nuestro alojamiento no estaba en el centro, sino en un barrio periférico a unos 15 minutos a pie de allí, así que fuimos andando. Según nos íbamos acercando, las tiendas de souvenirs y comercios bonicos fueron dando paso a bares de parroquianos y sex-shops. Bien, esto me gusta. No es ironía. Lo que ya no me hizo tanta gracia fue el puñado de escaleras que tuvimos que subir para llegar a la pensión, con sus peldaños bien altos y bien majos. 

       Nos hospedamos en el Guesthouse Cesic, una casa grande con varias habitaciones en alquiler, todas con su propio baño. Nos recibió una mujer muy agradable y con un parecido más que llamativo a Carmina Barrios. En cuanto cruzamos la puerta dimos otro saltito espacio-temporal a la España de los años 70: mueble expositor de licores, sillas tapizadas, mesa de madera maciza en mitad del salón con el registro de clientes en una libreta y una calculadora al lado. Tapetes de ganchillo, sofá de terciopelo, cortinas de encaje. Un maravilloso museo. La mujer hablaba el inglés justito, pero lo compensaba con la intención que ponía, así que la comunicación fluyó satisfactoriamente. Solo arrugó el gesto cuando le dijimos que no llevábamos efectivo. Ahí nos pidió por favor que le dejásemos nuestros pasaportes y esperásemos a "el Jefe". De repente, estábamos secuestrados.

       El jefe llegó al rato, acompañado de un chico joven. Él de inglés ni papa, pero el chico nos iba traduciendo todo. Aunque uno de los motivos por los que escogimos esta casa fue la posibilidad de pagar con tarjeta, hacía ya un buen rato que habíamos perdido la esperanza de que esa información fuera cierta; ahora solo queríamos saber si podíamos salir en busca de un cajero o nuestras vacaciones iban a trocarse en un hilarante campamento de trabajo voluntario. Al final acordamos volver a casa antes de las 9, que era la hora de dormir del jefe, y darle el dinero. Entretanto, se quedaría nuestros pasaportes como garantía. El chico nos indicó qué buses coger y dónde comprar los billetes, y nos dio un par de sugerencias de sitios en los que comer, así que con esa información nos pusimos en marcha. Teníamos las horas contadas y al Jefe controlando.

       En bus tardamos 5 minutos de reloj en volver a la puerta Pile. La entrada de la ciudad amurallada recomiendo recorrerla haciendo el molino con los brazos o cantando muy fuerte con los dedos metidos en los oídos; será la única forma de librarte de las hordas de personas que intentarán venderte visitas guiadas por el casco histórico, excursiones temáticas de Game of Thrones y Star Wars y cursos introductorios de kayak por el Adriático. En caso de que no estés interesado en pagar por algo de eso, claro. Si no, esta será tu puerta al paraíso de las actividades. No hay visitas guiadas gratuitas, aviso a navegantes.

       Fue cruzar la puerta Pile y empezar a hacer lo que más nos gusta y mejor se nos da: deambular sin saber adónde ir. Es muy útil si no se lleva prisa porque te da una primera imagen del lugar que visitas, y te vas ubicando mientras paseas tranquilamente. Si vosotros también sois fans de esta técnica, que sepáis que deambular en la ciudad vieja de Dubrovnik requiere estar en muy buena forma física, porque implica pasar el día subiendo y bajando escaleras. «Nota mental: el yoga es muy guay, pero no mejora mi resistencia; habrá que probar con otro deporte de señora». Así, subiendo y bajando, dimos un primer repaso a las calles principales y visitamos el puerto viejo. Me gustó mucho el ambiente de las callejuelas estrechas, la ropa de colores tendida en las ventanas, los incontables gatos callejeros haciendo caso omiso de la gente. Otro apunte: la luz que desprende Dubrovnik no la he visto en ninguna otra parte antes. Si bien no soy una persona anti-gafas-de-sol, me incomoda un poco llevarlas y las evito si puedo, pero aquí tuve que ponérmelas. Quizá tenga que ver que, dado lo pulido de los adoquines de las calles, a veces parece que caminas sobre un espejo que reflejara toda la luz del sol, especialmente en Stradun, la calle principal. Entre la persistencia de los síntomas de la alergia y lo poco que veía, me estaba perdiendo el 70% del viaje, así que fue una causa de fuerza mayor.



       Cuando supimos que no había visitas guiadas gratuitas, tiempo antes, empezamos a preparar nuestro propio tour, así que teníamos más o menos claro lo que queríamos ver. Una ventaja de Dubrovnik, sobre todo si no dispones de mucho tiempo, es que la ciudad vieja se ve enseguida; Stradun conecta dos de las construcciones más importantes, como son la fuente de Onofrio y el monasterio de Santo Domingo, con la Plaza Luza, donde sigue la fiesta monumental. Como este no es un blog de viajes ni de historia del arte, no entraré en detalle sobre cosas de las que no soy ninguna experta y que además podéis encontrar en un millón de blogs, solo os diré que, como casco histórico restaurado, el de Dubrovnik es una joya; yo no podía quitarme de la cabeza que a principios de los años 90 esa ciudad estaba siendo bombardeada.



       Aunque pagar 14 euros nos parecía un poco caro y simplemente paseando podíamos ver toda la ciudad bastante bien, cedimos a la tentación de subir a la muralla, y he de decir que mereció la pena. Entramos por la puerta Ploče, al este de la ciudad, y después de comprarle los billetes a un venerable anciano que escuchaba house a todo volumen, echamos nuestras dos buenas horitas a la solana, pero es que, una vez arriba, puedes utilizar el tiempo que quieras, así que no nos dejamos ni un solo resquicio sin patear ni una sola torre desde la que otear. Y sí, las vistas son impagables, pero más que el panorama de la ciudad amurallada, de la que evidentemente se tiene una perspectiva impresionante, yo destacaría los pequeños jardincitos y terrazas de las azoteas, que de otra forma no puedes ver, y las ruinas integradas en el resto de la ciudad, o las casas abandonadas con miles de gatos viviendo en la maleza. Por cierto, hay alguien cuya casa tiene parte de la terraza en la misma muralla; si eres tú y por casualidad sabes español y estás leyendo esto, contacta conmigo para tramitar los papeles de la adopción cuanto antes.



       Al bajar de la muralla parecíamos Bocaseca Man (es lo que tiene renunciar por principios a tomar smoothies que te venden en lugares históricos), así que decidimos ir a refrescar el gaznate (qué magnífica expresión). Dubrovnik está lleno de bares, pero muchos inflan los precios hasta límites insospechados. Habíamos visto desde nuestro paseo por las alturas (truquis) un par de bares en el exterior de la muralla, entre las rocas, y fue nuestra opción. No están señalados en absoluto y, de hecho, si no lo lees o te lo cuentan, lo más probable es que pases de largo la entrada, porque no tiene nada de particular. Había gente, pero tampoco estaba atestado, y encontramos sitio sin problema. Música tranquila, ambiente relajado, vistas al mar y limonada ácida y fría. Los camareros saltaban por las rocas con envidiable habilidad llevando bandejas. Aquí tomamos contacto con nuestra primera Karlovačko Radler, cerveza con limón. Bueno, y con nuestra segunda. Con semejante atmósfera y el sol pegándonos en la cabeza, tardamos lo justo y necesario en quedarnos sopa. Cuando Luis ya parecía Dos Caras, emprendimos la vuelta a casa.



       Al llegar, Carmina nos recibió de rodillas cepillando la alfombra del salón. Le contamos un poco nuestro día y le comentamos que ya teníamos el dinero. Al parecer, "el Jefe" estaba en el supermercado, así que nos tocó esperarlo. Llegó al rato, "cargado" con una bolsita liviana y cara de estar agotado, se secó el sudor y se sentó a la mesa a hacer cuentas con nosotros. Carmina y él hablaron un rato en un tono regulero y, cuando ella recogió la bolsa que él había traído y se metió en la cocina a preparar comida, él puso cara de resignación, ojos en blanco incluidos, y nos hizo un gesto de cortarse la pierna por la mitad mientras se reía. Si hay algún intérprete de croata en la sala, que por favor se manifieste y nos ilustre sobre el significado de ese gesto. Nosotros, de momento, seguiremos pensando que significa algo así como: "Qué crack soy, hasta aquí me llegan los huevazos". Nosotros, por supuesto, nos reímos con él; nuestros pasaportes estaban en juego.

     Siguiendo la recomendación que nos habían dado, bajamos a cenar a una pizzería justo debajo de casa. Nos gustó el ambiente distendido, casi de colegueo, de restaurante de vecindario. Lo llevaba gente muy joven, todos hablaban inglés y eran muy agradables. Pedimos una pizza familiar que, si hubiéramos partido en porciones y guardado en tuppers, podría habernos alimentado el resto de nuestro viaje en Croacia. Pero sí, nos la comimos entera aquella noche, qué le vamos a hacer.

      Al volver a casa, Carmina y el Jefe estaban sentados viendo la tele en el salón.  La relación jefe-empleada empieza a volverse confusa. Él estaba como para habernos ofrecido la mano esperando que le hubiéramos besado el sello. Noche tranquila, solo interrumpida de hito en hito por calambres musculares en los gemelos y/o taponamiento extremo de nariz. Todo sereno.

       Al día siguiente madrugamos, pero da igual, Carmina ya estaba dándolo todo entre el aspirador y el tendedero. Desayunamos en una crepería llamada Dolce Vita, en pleno centro, barata y con unos crepes que se te va la olla. Ese día decidimos visitar la playa Gradska Plaža, junto a la ciudad amurallada. Esta playa tiene una parte de hamacas que se alquilan y otra de toallada libre para la plebe, adivinad en qué parte estuvimos. La playa está absolutamente llena de rocas, al punto de que para extender la toalla hay que empezar a mover piedras (lo cual tiene su lado bueno, y es que puedes hacerte una especie de fuerte anti-personas). Ni a Luis ni a mí nos entusiasma la playa, pero el mar nos encanta, y de algún modo, creo que desde que vivo en Oslo aprecio más los días soleados y de buen clima, así que sacamos todo el partido que pudimos al día. Por cierto, el agua era una auténtica delicia, no solo por la temperatura, sino porque se veía perfectamente el fondo incluso en zonas ya bastante profundas. Las rocas, los peces...una maravilla.



       Salimos de la playa tarde, hambrientos y colorados, pero satisfechos. Comimos en el Barba, un restaurante de comida callejera ¡que solo tenía pescado! Nos encantó, todo estaba muy fresco y ofrecían platos muy originales a un precio más que aceptable para ser Dubrovnik. Además está en pleno casco antiguo. En la foto, el bocadillo de pulpo que me comí (y que recomiendo encarecidamente), los calamares que compartimos y la cerveza artesanal del propio Barba (que se vendía en algún sitio más). Tiene la peculiaridad de que puedes personalizar los tenedores de madera que te dan. Si los de al lado no hubieran acaparado los mejores rotuladores, habríamos dado más rienda suelta, si cabe, a nuestra vena artística.



      Al salir de allí nos dimos cuenta de lo tarde que se nos había hecho. Se nos olvidaba que en Dubrovnik no anochecía tan tarde como en Oslo. Decidimos volver por última vez al bar en las rocas, que a esa hora en la que ya caía el sol tenía una atmósfera especialmente agradable. Después, ya de noche, hicimos un recorrido final por toda la ciudad. Volvimos a los mismos sitios por donde ya habíamos caminado, pero esta vez el ambiente era distinto. Por las callejuelas no quedaba ya casi gente y había una esencia de barrio familiar en las puertas entornadas por donde se colaban a todo correr los últimos niños que volvían a casa. Aún hacía calor y todas las ventanas estaban abiertas, dejando salir el rumor de conversaciones, de televisores, los olores de las cocinas...En el centro y calles aledañas, había conciertos de jazz. Merece mucho la pena conocer la noche de Dubrovnik.



       El lunes por la mañana, después de comprobar con tristeza extrema que nuestras toallas y ropa de playa no habían terminado de secarse y teníamos que meterlo todo mojado en bolsas y a la mochila, salimos del hostal. Era muy pronto y no queríamos molestar, pero ya estaba Carmina plumero en mano. No sé cuánto habría dormido, porque cuando le dimos las buenas noches horas antes, la dejamos trasladando barreños hasta los topes de ropa de una habitación a otra. Cuando le agradecimos todos sus esfuerzos y le alabamos su trabajo, nos dejó muy clarito que menos blablabla y más poner dieces en Tripadvisor, pero nos dio un besazo y un abrazazo de despedida. Al Jefe no volvimos a verlo. Una pena.

       Por la tarde salía nuestro barco hacia Split. ¿Lo bueno? Que disponíamos de unas horas más en Dubrovnik. ¿Lo malo? Que teníamos que ir en modo caracol con nuestros mochilones noruegos. Resolvimos tomárnoslo con mucha calma y, desayuno mediante (para el que, sin dudarlo, volvimos a nuestros amados crepes de la Dolce Vita), visitamos por última vez lo que más nos había gustado. Me habría gustado comprar todo tipo de productos típicos, desde la artesanía que abunda en los puestos callejeros hasta comida, pero ni mi economía ni las restricciones de equipaje de mano de Norwegian me lo permitían. Hacia el mediodía, cogimos un autobús hasta el puerto nuevo, al otro lado de la ciudad, y comimos allí mientras esperábamos a que saliera nuestro barco. Haría unos 25 grados a la sombra, pero como nos va el riesgo...una con anchoas y otra picante, que no se diga.

(to be continued si no me da mucha pereza...)

1 comentario:

  1. Me espantan los comentarios del turisteo y me maravilla todo lo demás, pero la fascinación por Carmina y la noche donde todo vuelve a ser local no me abandona ni un segundo. A ver qué nos cuentas de Split.

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