lunes, 26 de junio de 2017

Croacia o cómo sucumbimos al palo selfie (y II)


         En capítulos anteriores nos habíamos quedado a punto de zarpar desde el puerto nuevo de Dubrovnik, donde no había gran cosa que hacer aparte de sentarse a la sombra y quejarse del calor.


       Nos habría encantado ir en coche hasta Split, pero para eso habríamos necesitado varios días más. No descartamos hacerlo en algún momento, y aprovechar de paso para parar en otras ciudades croatas menos conocidas. Además, después de este viaje, también me atrae muchísimo el resto de países de la antigua Yugoslavia, así que la cosa ya se saldría de madre. Pero el trabajo en una guardería noruega ofrece las vacaciones justas y necesarias, así que por esta vez tuvimos que buscar soluciones rápidas, y la mejor en aquel momento nos pareció ir en barco hasta Split. La experiencia nos decepcionó un poco. La embarcación era un catamarán (parecido al que hace el recorrido Oslo-Drøbak) que iba atracando en diferentes puertos durante el trayecto a Split. Tenía asientos muy cómodos, cargadores de móvil, cafetería...pero habían restringido el acceso a cubierta, así que tuvimos que ir sentados dentro cuatro horas. Las ciudades croatas donde íbamos parando a dejar y recoger pasajeros parecían bonitas, pero tuvimos que echarle mucha imaginación, porque los cristales del barco eran ligeramente ahumados (o muy sucios). Y viendo el buen tiempo que hacía fuera yo iba alternando agobio y cabreo como emociones dominantes. El viaje no se me hizo tan largo porque me lo pasé casi entero leyendo sobre la guerra de los Balcanes, un tema que me tuvo bastante obsesionada esos días, pero fue una pena que mi sueño de avistar Split desde la cubierta mientras hacía...no sé, alguna especie de performance, se viera truncado.


       La llegada fue un poco a la carrera. Nos encantaba todo lo que veíamos, pero habíamos quedado con la chica que nos alquilaba el alojamiento y no podíamos entretenernos. No hacíamos más que equivocarnos de calle, volver hacia atrás...todo esto cagándonos en la obsolescencia programada que acusaban nuestros móviles en el preciso instante en que necesitábamos mirar Google Maps. Era como estar haciendo una carrera de orientación por toda la ciudad. Pero al fin, casi sin resuello, encontramos nuestro efímero hogar: una habitación espectacular en pleno casco antiguo de Split, con todo lo necesario (incluyendo aire acondicionado, que agradecimos sobremanera). Marijana, la chica que nos alquiló la habitación, se había desplazado desde otra ciudad para darnos la llave y explicarnos cómo funcionaba todo. Hablaba un inglés perfecto y hay que decir que fue mucho más práctica con la gestión de los pasaportes que nuestros anteriores anfitriones: les sacó una foto y ya (ojo, que siempre le tendremos un cariño especial a Carmina -y amén-). Era encantadora, me cayó bien a nivel quiero que seas mi primera amiga splitense o spalatina.


        Después de colgar nuestra ropa de baño, que ya empezaba a oler a perrete mojado, salimos a cenar. La chica de la habitación nos había recomendado un restaurante llamado Bepa, y yo de mi amiga Marijana me fío a muerte, ¿vale? Así que para allá que fuimos. Algo genial de nuestro alojamiento es que, por si su ubicación no fuera suficientemente buena, tenía un mágico pasadizo justo en la puerta que nos llevaba directos a Narodni Trg, la plaza principal de Split, donde además del restaurante que buscábamos, está el edificio gótico del ayuntamiento y -aquí viene mi dato favorito- la librería Morpurgo, que lleva en el mismo sitio desde que fue abierta en 1860, lo que la convierte en la tercera librería más antigua de Europa de entre las que aún operan (hago oídos sordos a los rumores de que cerrará pronto). Amor. En el Bepa nos pusimos como el chico del esquilador y luego nos dimos un paseo nocturno muy necesario para bajar la cena. En este punto tuvimos la agridulce sensación de que nos habíamos equivocado dejando tan poco tiempo para conocer Split, que nos pareció mucho menos masificada de turisteo que Dubrovnik, más tranquila y con bastante que ver. Había que elaborar un plan de ataque.



       Madrugamos y conseguimos visitar casi toda la ciudad antigua antes de que el sol nos pegara de pleno. Es muy curioso pasear por la parte vieja de Split, donde las ruinas y monumentos romanos se integran con construcciones modernas, fusionándose muchas veces en forma de restaurantes, terrazas e incluso viviendas. En el Peristilo del Palacio de Diocleciano vimos a las 12 el cambio de guardia más teatrero de nuestras vidas, con unos soldados romanos a quienes les bailaba el casco en la cabeza y el emperador Diocleciano junto a la hermosa Prisca, que parecían sacados de una portada de Health & Fitness, saludando a los ciudadanos desde la entrada del palacio y pidiéndoles que dijeran más alto lo bien que estaban, mientras sonaba una música majestuosa, muy de emperadores. Cuando terminaron, bajamos a los subterráneos del palacio, que comunican con el puerto y que, aunque una vez fueron catacumbas, ahora están llenos de puestos de artesanía, algunos de los cuales merece la pena visitar. De vez en cuando nos encontrábamos con algún grupo de soldados romanos, que atajaban por ahí para ir a tomar unas cañas. Con esa actitud no sé yo si defenderán mucho el imperio.



       Riva, el paseo marítimo de Split, es peatonal, amplio y agradable de caminar, aunque algo me dice que esas palmeras no deberían estar ahí. Desde allí decidimos volver a la parte vieja atravesando Ulica Stari Pazar y su enorme mercado al aire libre de verduras, frutas y flores, donde también encontramos productos locales y puestos de comida croata. El color rojo de las cerezas me atraía tanto como me asaltaba la sospecha de que mi alergia volvería si osaba probar aunque solo fuera una, y ya estaba demasiado recuperada como para estropearlo todo, así que me dediqué a admirarlas. Cada puesto, con sus balanzas antiguas y sus vendedores hablando a voz en grito, me traía recuerdos de paseos matutinos al Mercado de la Esperanza, en Santander, junto con mi abuela, cuando yo era pequeña. Mi memoria olfativa también trabajaba al límite de su capacidad, así que yo iba como un sabueso de los ramos de flores, aún con sus gotas de rocío, a los quesos en aceite, en una espiral de nostalgia y de dónde-encuentro-esto-en-Oslo. En las partes que están tanto pegada a la muralla como junto a la avenida principal venden ropa, recuerdos y artilugios más propios ya de un mercado de pulgas común. Justo antes de entrar por la Puerta de Plata en dirección al palacio, compramos un palo selfie. Sí, amigos, no podemos escudarnos en que nos lo vendieran con triquiñuelas o que lo encontráramos perdido en la calle. Compramos un palo selfie con todas las de la ley, por la pura arrogancia de compartir encuadre con todo lo bonito que veíamos y hartos de que todas nuestras autofotos estuvieran llenas de papadas. Y no nos arrepentimos. Allí mismo, junto a la Puerta de Plata, nos sacamos esta nuestra primera foto con él.


       Continuamos deambulando por Split un rato más y salimos por la Puerta de Oro. Nos gustó mucho la estatua de Gregorio de Nin (una persona que un buen día se levantó con ganas de traducir al croata el misal romano) en su postura de villano de película de magos, pero se nos olvidó tocarle el dedo gordo del pie, que dicen da buena suerte, así que si nos pasan cosas malas el resto del año será, evidentemente, por eso. Y una vez más me dejó atónita la cotidianeidad de la vida entre ruinas romanas; esta vez, una señora en una ventana dando de comer a su pájaro. Es decir, hay una señora en el mundo que, a la pregunta "¿y usted dónde vive?" responde: "En la muralla de Split, junto a la Puerta de Oro. Bitches." Luego aprovechamos que ya estábamos allí para ver qué había más allá del muro y beneficiarnos un poco de la bajada de precios para comer.
     

       Tras nuestra experiencia bañándonos en Dubrovnik, nos apetecía mucho probar alguna playa de Split, así que volvimos al paseo marítimo y entramos en una tienda de deportes a por unas gafas de buceo. El hombre que nos atendió entendía español pero no se atrevió a hablarlo con nosotros porque decía que tenía poca práctica. También se enorgulleció de ser hablante nativo de croata porque así, dijo, cualquier idioma le resultaba fácil. Y para mostrarnos lo bien que hablaba inglés, se dedicó a detallarnos minuciosamente de dónde procedía cada pieza de fabricación de las gafas que nos vendió. Después, ante la suspicaz mirada de Luis, les quemó el cristal con un mechero para evitar que se empañasen. Nos orientó también sobre dos o tres playas al oeste de Split más destinadas a la práctica de deportes que al tumboneo. Muy bien, pues ya teníamos gafas de buceo y palo selfie; ahora teníamos que ponernos en marcha antes de que se nos olvidara nuestro propósito y nos dedicáramos a seguir acumulando trastos ad infinitum.


       Atravesamos todo el parque Marjan, una reserva natural que me recordó en cierto modo a la Península de la Magdalena, pero a lo bestia. Hicimos una buena caminata hasta la cima, pero mereció la pena, sobre todo por las vistas que hay desde el mirador a medio camino. También tiene una de esas fuentes a la sombra donde nunca te cansas de beber agua. Acostumbrada como estoy a ver en Oslo gente practicando deporte al aire libre en cuanto las condiciones climatológicas lo permiten mínimamente, me sorprendió no encontrar a nadie corriendo, entrenando perros o haciendo senderismo en un entorno como aquel, donde las vistas eran preciosas en cualquier dirección. Por eso me sentía un poco fuera de lugar o en algún sitio donde no se supone que debiera estar. De hecho, eran tan pocas las personas que nos encontramos camino a la playa, que intercambiaban saludos con nosotros. Que me aspen si no nos estábamos adentrando en el Split profundo. Nuestra intención era llegar hasta la playa paseando por la senda del parque, pero cuando nos dimos cuenta de que el camino bordeaba toda la península resolvimos atajar campo a través, en plan cabra. Nos dirigíamos a Bene, la playa más alejada de Split y la que suponíamos estaría menos llena. Acertamos; solo estábamos nosotros y un par de tipos más que supusimos lugareños. No era una playa al uso, sino más bien una orilla de piedra y rocas con espacio suficiente como para colocar algunas toallas, pero tenía el agua más transparente que he visto en mi vida. Junto a la orilla, entre los pinares, una cafetería con terraza y un par de pistas deportivas. Echamos el resto de la tarde nadando y viendo bancos de peces, medusas, coral...Después extendimos toda la ropa mojada sobre una roca (no más perretes en nuestra habitación, gracias) y nos quedamos mirando cómo se ponía el sol. Como este momento nos pareció de lo más metafórico, nos vimos obligados a grabarlo; lo comparto aquí.


         Sabíamos que levantar el campamento suponía el fin del viaje, pero tampoco queríamos hacer todo el camino de vuelta en total oscuridad. Volvimos ahora bordeando la costa que no habíamos visto antes, por un paseo iluminado y, ahora sí, lleno de gente. Se levantó un fuerte viento que resultó en brisa tranquila y templada al cabo de unos minutos, con olor a pino. El cielo estaba rosado, el mar oscuro y los pescadores guardaban las redes y volvían a casa. Pensamientos que no quería tener en aquel momento acudieron sin ser llamados, pero me había prometido que, por una vez en mi vida, no iba a amargarme los últimos ratos de viaje, así que en lugar de tirarme al suelo y hacer el bicho bola mientras me compadezco de mí misma y de lo poco que viajo, con lo que a mí me gusta, propuse a Luis poner el colofón yendo a cenar un poco de pescado frito en un restautante que habíamos visto por la mañana, y tomar algo después. El paseo nos condujo a través del pinar primero, y barrios de casas después, hasta la calle Marmontova, una de las principales avenidas de la ciudad vieja.


       Para terminar la noche, nos sentamos en la terraza de un restaurante que nos llamó la atención: el Corto Maltese. Su carta era muy tentadora, pero ya estábamos llenos de algo parecido a chanquetes, así que solo bebimos. Un aplauso para los camareros, que me animaron a entrar al local solo para verlo, porque la decoración era espectacular. Aun así, y no me matéis, confieso que no me entusiasman las ilustraciones de Hugo Pratt, a pesar (o quizás a causa) de haber tenido siempre presentes muchas de sus novelas gráficas (Corto Maltés entre ellas), porque mi padre sí es un gran aficionado.


       Nuestro periplo termina en el peristilo del Palacio de Diocleciano, donde doce horas después del cambio de guardia hortera, escuchamos a un grupo callejero que nos hace la vuelta a casa más melancólica, pero nos completa el viaje. Después de esto solo hay sueño, controles, aviones y otros menesteres poco interesantes. 


       En Croacia dejamos una crema solar y un champú demasiado grandes, pero nos trajimos una piedra de la playa de Dubrovnik (efectivamente, soy una de esas personas que recoge piedras aleatorias de la calle, llevo haciéndolo desde Windsor, 1995 y nadie me detendrá). Una vez más, Europa me deja positivamente sorprendida y con ganas de más. Puedo aventurar que mi próximo viaje a Croacia también lo será al resto de repúblicas de los Balcanes, así que voy a ir preparándome una buena razón para coger un permiso largo. Esto me va a llevar muuuucho tiempo.
       

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