jueves, 17 de noviembre de 2016

17 de noviembre

Hace muchos tiempos, en la plenitud de nuestra belleza (pobres de nosotros).
       
     No suelo yo escribir de ciertos temas en mi blog, ni tampoco hablar de ellos, principalmente porque nunca se me ha dado bien hablar de mi vida privada, pero hoy me apetece contar algo muy concreto.

       En los últimos meses mi situación a nivel personal ha cambiado un poco. Pero es un poco muy importante para mí. Sigo en Oslo (y seguiré; lo adelanto para quienes se lo pregunten), pero desde marzo ya no vivo sola, sino con mi pareja. Y este ha sido el mejor acontecimiento de mi 2016 que, por lo demás, ha sido un año bastante regulero.

       Cada pareja tiene sus códigos y sus costumbres, y Luis y yo siempre tuvimos muy claro nuestro espacio dentro de la pareja; para nosotros siempre fue normal, por ejemplo, que cada uno tuviera sus amigos (que podían caerle bien al otro o no, con quien podíamos quedar en grupo o no), o que los dos dedicáramos tiempo a nuestras cosas por separado, ya fuera porque tenemos aficiones muy diferentes o porque a veces apetece estar solo, sin más. Lo que no significa que no disfrutáramos mucho pasando tiempo juntos.

       Os aseguro que vivíamos muy felices en Salamanca, pidiendo cena a domicilio cada dos noches, acogiendo Erasmus en nuestra casa como peregrinos un albergue, y tragándonos película tras película y serie tras serie.

       Pero tras varios años viviendo así, yo decidí venir a Noruega. No fue un impulso, sino una decisión premeditada. Sabía que él no podía venir, pero aun así me fui, no porque le quisiera menos ni porque no estuviera a gusto con él, sino porque sentía que necesitaba esa experiencia y no tenía por qué renunciar a ella. Llámalo crisis de recién licenciada sin perspectivas de trabajo, llámalo ganas de vivir en otro país o como te dé la gana pero, independientemente de mis motivos, yo quería irme, y quería irme a Noruega. Sobre si fue un acierto o no hablaremos otro día, pero cuando empecé a anunciar que me iba, me llovieron comentarios del calibre: "¿Y vas a dejarle solo? Pobrecillo", "Bueno, no pasa nada, puedes buscar allí un novio noruego" o "¿Y no te parece que estás siendo un poco egoísta?". Comentarios que, cuando mi estancia aquí empezó a alargarse, evolucionaron a otro tipo que os podéis imaginar sin necesidad de ejemplos. De todos ellos, el más repetido y mi favorito (además de aplicable a muchos otros aspectos de la vida) es: "Yo es que una relación así no la entiendo". Pues vale. Siento que mi modo de vida no entre dentro de tu comprensión, pero la verdad es que me importa una mierda. Es más, nadie te ha pedido que entiendas nada, yo con que te calles la boca me conformo. Al final, comentarios como ese se han convertido en un filtro anti-personas buenísimo.

       A lo largo de estos años han querido compararnos con todas las parejas de conocidos y vecinos que han vivido una relación a distancia, nos han cuestionado, aconsejado sin que lo hubiéramos pedido e incluso han pretendido hacernos empatizar con la pareja de la película 10000 kilómetros y sus conflictos existenciales de chichinabo, ¡qué gran ventaja es que los juicios de valor resbalen por la mejor de nuestras ensayadas sonrisas de estúpidos!

       Y en medio de los corrillos de gente que siempre necesita encajarlo todo entre sus normalmente limitados márgenes de comprensión, siempre ha estado la persona que nunca me juzgó ni me cuestionó ni intentó convencerme de nada ni me mostró otra cosa que no fuera apoyo y ánimo: Luis (y también personas a las que siempre agradeceré su infinita paciencia y sus conversaciones). No sé si suena descabellado que ese sea uno de los motivos por los que, seguramente, seguimos juntos a día de hoy. Eso y que no nos consideremos propiedad el uno del otro, sí, eso también ayuda.

       Es cierto que hay temas muy complicados en una relación a distancia (y no me refiero solo a los más evidentes), pero cada pareja los gestiona como buenamente puede y sabe. En nuestro caso han sido años de despedidas eternas en aeropuertos, de preparar exámenes de madrugada a través de las interferencias de Skype, de apagar el ordenador con furia después de una conversación en la que necesitábamos más que palabras o de despertar con el ordenador encendido y no recordar cuándo nos quedamos dormidos, años viéndonos una vez cada tres meses para descubrir que estábamos cambiando, por fuera y por dentro, y de adaptarnos o a veces solo aceptar esos cambios. Por eso, que ahora estemos juntos en Oslo después de todo es una batalla ganada, también contra nosotros mismos, que somos los únicos que sabrán cómo conseguimos llegar hasta  aquí.

       No escribí una entrada el día que Luis llegó a Noruega, pero la escribo hoy, que cumplimos diez años como pareja. Aquí no pedimos comida a domicilio tan a menudo porque no nos lo podemos permitir, y no podemos acoger a nadie en casa porque es tan pequeña que nuestra propia convivencia parece una coreografía perfectamente estudiada, pero al fin hemos podido volver a ver horas y horas de cine y series juntos. Y eso me hace feliz en un sentido muy completo.

Hoy mismo. Sin retoques, de malísima calidad y en pijama. Fiel retrato.

No hay comentarios:

Publicar un comentario