En noches como aquella, de frío e insomnio, acostumbraba a bajar a la lavandería. Muchas veces ni siquiera tenía ropa que lavar, pero era preferible quitar las sábanas que quedarse pasando frío en su minúsculo apartamento. La caldera había vuelto a averiarse.
Salía del edificio de viviendas y, mucho antes de llegar al de la lavandería, ya le dolían los dedos y le
hormigueaba el frío en las piernas. -20, quizá -25ºC. En cuanto entraba en la lavandería y escuchaba el zumbido permanente de las secadoras, se sentía un poco menos en los confines del mundo. Olía a detergente, humedad y algo más; un olor desconocido pero muy reconfortante.
hormigueaba el frío en las piernas. -20, quizá -25ºC. En cuanto entraba en la lavandería y escuchaba el zumbido permanente de las secadoras, se sentía un poco menos en los confines del mundo. Olía a detergente, humedad y algo más; un olor desconocido pero muy reconfortante.
Programa largo, suavizante, delicado. Se sentaba en el suelo a esperar, con la cabeza apoyada en las baldosas, y se perdía en ensoñaciones de hojas de palmera a contraluz, páginas de un periódico amarillento pasando solas sobre su regazo a capricho del ventilador, que emitía un sonido tan parecido al zumbido de las secadoras que le devolvía a la lavandería una vez más. La gente recogía su colada sin mirarse; todos insomnes, todos con gorro de lana, muchos ojos inyectados en sangre...Y ella, en un rincón, soñando con la calima de algún lugar que no recordaba.
Cambio a la secadora. En su rincón, en sus baldosas, la espera la tranquilidad que no puede conciliar en otra parte. En el tambor gira la ropa, ya sin agua. Muchas de sus prendas son rojas. A alguien se le ha caído un poco de detergente en el suelo, a su lado, y escribe sobre él con la yema del dedo. La palmera no era lo único que proyectaba su sombra en la pared soleada, y aquel aire cálido llevaba el mismo olor metálico que ya identifica en la lavandería. Después aviones, nieve, noche.
Programa finalizado. Recoge la ropa y la aprieta unos instantes contra sí, mientras aún está caliente. Limpia bien el filtro, vacía el depósito. El crimen perfecto.
Sale de nuevo a la calle, entre vaho y nieve, para detenerse en un cruce sin coches ni semáforos, frente a su portal. Sus opciones: unos pocos metros cuadrados de refugio o una oscuridad letal hacia la que lanzarse corriendo en cualquier dirección. De algunos lugares no se puede huir, y ya vuelven a dolerle los dedos.
En noches como aquella, de frío e insomnio, acostumbraba a bajar a la lavandería.
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