lunes, 10 de junio de 2013

El drama de mi vida

       No preocuparse. Si llevo tanto tiempo sin pasar por aquí sólo es porque he decidido que Oslo ya está muy urbanizado y me he apuntado de ahuyentadora de osos polares en las islas Svalbard. No, en realidad desde que no voy al gimnasio he perdido mucha resistencia y la molla ya no me deja correr como antes, así que más bien me contratarían de mera distracción y muy posible presa, y eso no me motiva lo suficiente.

       La verdadera razón de que haya estado desaparecida es que he pasado una racha complicada. Y hasta ahora, que veo que las cosas empiezan a ir mejor, no me he sentido con ganas de escribir. Entre finales de marzo y principios de abril estuve en España y, aunque no fueron tantos días, no toqué un libro de noruego ni por el canto, así que cuando volví me agobié más que Epi y Blas en una cama de velcro; las clases, el examen…Mientras tanto, tuve que solicitar una nueva habitación o al menos la prolongación de mi actual contrato, todo esto sin saber si sería aceptada en el tercer nivel de noruego, y con una posibilidad muy real de que, al no concederme plaza, perdiera todo de golpe y tuviera que acceder a mi siguiente opción: mimetizarme entre los rumanos de Jernbanetorget para vender el Folk er folk. Y a los rumanos no les gusta la competencia.


Y me sobra espacio
       Pero un buen día se alinearon los famosos astros y el SiO me adjudicó un hogar. Y, contra todo pronóstico, ¡es un apartamento! ¡Para mí sola! Tendrá unos 17m2, lo que equivale a una caja de zapatos más o menos habitable, pero qué coño, ¡es sólo mía! Como comprenderéis, después de compartir piso con seis personas (creía que eran cinco, pero la verdad es que nunca llegué a distinguir a las dos coreanas) y tener que soportar que la georgiana y el polaco me hagan la mirada del tigre a todas horas (lo subsano mangándoles fruta, compensación kármica creo que lo llaman) esta es una noticia fantástica.

       Total, que después de aceptar el piso y hacer la danza de la felicidad me dio por pensar que podrían no darme plaza en el curso. Pero sí, también me la dieron, y me comí todo el jamón serrano que tenía preparado para sobornar a los cargos necesarios. Aunque esto, amigos, eran regalos envenenados y disfrazados de buenas noticias, porque en abril no trabajé ni un solo día y fue el mes en que me pasaron absolutamente todas las facturas. El piso y el curso estaban concedidos pero no son baratos y, si no se pagan en el plazo establecido, adiós muy buenas, así que me quedé literalmente a dos velas (las encendía por las noches para aumentar el dramatismo de mi situación). Nada, no obstante, que no se arregle con unos mesecitos de fideos como base de mi alimentación...y renunciar a pasar aquí el mes de julio con Luis, como habíamos pensado.

       Y mis aventuras de estos últimos meses de tanto lío concluyeron hace unos días, cuando hice el examen oral del segundo nivel de noruego. Ese examen que ha consistido en mí soltando una perorata frente a un sonriente profesor y un corrector con pinta de no tomar muesli ni comer ciruelas ni nada. Cuando yo dejaba de hablar, el señor me miraba fijamente arqueando las cejas y entonces yo seguía hablando, ya no sabiendo ni de qué. Así durante unos quince minutos, en los que pronuncié el discurso menos coherente de mi vida. Pero, si gramaticalmente era correcto, me conformo.

       El caso es que la época de nervios y penurias económicas parece que toca a su fin y espero empezar a recuperarme desde ya. Pero ahora, cuando pensaba que al fin podría dedicarme a la vida contemplativa, hacer barbacoas y resolver misterios como por qué en Noruega todas las uvas vienen sin semilla, resulta que tengo que empezar a organizarme para la mudanza de la semana que viene. 

       En la próxima entrada os hablaré de la visita de mi familia (no sé cómo nos vamos a apañar todos en mi caja de zapatos, si mi padre echado ya nos roba la mitad de los metros cuadrados) y de cómo voy a amueblar mi casa con cero euros (multiplicar por ocho para obtener coronas); voy a fomentar el minimalismo extremo. ¡Los muebles están sobrevalorados!

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