martes, 19 de marzo de 2013

El Potemkim

       Después de pasar el domingo vegetando y de hacer el lunes todo lo que debería haber hecho el domingo, creo que hoy toca escribir. Y me temo que voy a ponerme nostálgica, aviso a navegantes.

       Para quienes no lo sepan, durante los fines de semana, aquí en Oslo todos los sitios cierran sus puertas a las 3 de la mañana. Como en todas partes, tienes la opción de continuar la fiesta en casa del primo segundo del amigo de un conocido de alguno, pero yo personalmente prefiero retornar al hogar. No obstante, cuando vuelvo en el autobús a las 3 de la mañana y veo a la gente derrotada a mi alrededor, me acuerdo de un lugar, a unos 3000 kilómetros de aquí, donde es a esas horas cuando empieza la fiesta. Allí debe de seguir, como siempre, el rey de San Justo: el Potemkim.

       
       La primera vez que lo pisé fue por casualidad, uno de los primeros fines de semana que pasé en Salamanca; creo que fue con la gente de mi clase, algún sábado noche de esos en los que se queda en manada para conocerse, poco antes de que unos y otros empiecen a separarse y organizarse en otros grupos. Ya me gustó aquella primera toma de contacto, pero alguien decidió que no era lo suficientemente divertido, así que estuve poco rato. Volví algunos días después con gente de mi residencia estudiantil y aquella vez sí, aquella vez empezó una historia de amor que duraría seis años, en los que (con altibajos, como en toda relación) visité aquel garito casi todos los fines de semana. Y cada noche fue una fiesta.

       A las 4 de la mañana, cuando ya sólo podía elegir entre unos pocos locales, el Potemkim me lo ponía fácil, y también a otras muchas personas, por eso se juntaba una legión de gente tan variada allí; aunque la música no fuera para todos los gustos, el ambiente enganchaba. La opinión era general: no pasa nada porque no pinchen radiofórmulas o los éxitos de la MTV, si total, eso llevamos escuchándolo toda la noche...Quien diga que en el Potemkim no hay variedad musical no tiene ni idea de música y por ahí sí que no paso, no me hagáis ponerme chunga. No tolero la opinión gratuita de alguien a quien le guste sólo lo que está de moda y agrupe todo lo demás bajo el concepto "música rara", pensando que el heavy y el punk son el mismo género. Es respetable que a alguien no le guste esta sala, pero nadie puede negar que aquí se pincha música de todas las épocas y todos los estilos; quizás haya cambiado a día de hoy, pero cuando yo iba solían empezar con música tranquila (rock suave, blues...) y luego pasaban al rock & roll. Cuando ya estaba más lleno empiezan a pinchar música muy variada, de los 70 a los 90, algo de música electrónica de vez en cuando, pop, punk, garage...yo he escuchado de todo allí. En ningún otro sitio me he sentido así, casi como si estuviera yo misma eligiendo la música mentalmente. Es uno de los pocos sitios donde, al pedir una canción de los Pixies, de The Clash o de los Sex Pistols no te miran como si estuvieras fuera de lugar, incluso te la pondrán, seguramente. Y al final de cada noche, canciones como La bola de Cristal o la sintonía de Fraggle Rock te hacían más llevadero el fogonazo de luz con el que te echaban a la calle.

El Potemkim te unía...
...con gente desconocida
       En su interior, de estética militar, sin decoración apenas, como buen buque acorazado, yo también libré más de una batalla personal, aunque mientras tanto estuviera coreando con una marea de gente: War! What is it good for? Absolutely nothing! Y, en medio del fragor de la batalla, emergía de vez en cuanto en dirección a alguna de las pequeñas barras en las que sólo pedía cerveza, para después volver a perderme en el bosque de columnas que casi siempre ocultaba algo. Estar en el Potemkim era como navegar en aguas internacionales: uno podía hacer lo que le diera la gana, desde subirse a la tarima en un momento de desenfreno y darlo todo con cualquier temazo hasta llorar de emoción con una canción que no sospechabas, sentirte la más patriótica del lugar o descubrir que los extremos se tocan cuando un garito se vuelve demasiado alternativo. Pero esos eran momentos clave por los el Potemkim se ganó un hueco en el corazón de tanta gente. También hay otras cosas que puedes hacer en aguas internacionales: entre lo más extraño que vi (ojo, he dicho vi) están un tipo que se construyó un fuerte con abrigos en la tarima y se echó a dormir dentro tan tranquilamente y otro que se pensaba que estaba jugando un partido de béisbol (con qué fuerza creía estar lanzando la pelota, el hombre). 

       También tenía cosas no tan buenas: cuando se llenaba de gente hacía excesivo calor; recuerdo que una vez, cuando la sala estaba tan abarrotada que empezaba a ser agobiante, encendieron unos focos de luz roja, al más puro estilo Carrie (hay quien me dijo que todo fue fruto de mi imaginación). Por otro lado, los baños eran el infierno en la tierra, donde según a qué hora y cuántas cervezas llevaras encima, te compensaba más dejar la puerta abierta y concentrarte sólo en miccionar con puntería. Y durante una época empezó a parar gente cuya afición era recoger tu abrigo amablemente para colgarlo en el vestidor de la entrada (sustituye "recoger" por "robar", "amablemente" por "sin que te dieras cuenta" y "colgarlo en el vestidor de la entrada" por "venderlo en el mercadillo de los domingos").

       Ya hace más de dos años que no voy, aunque no olvidaré mi última vez allí, por lo bien que me lo pasé, en compañía de dos buenos amigos, mis queridos Marion y Merlin, y por una anécdota que significó algo importante para mí, aunque aún no sé si bueno o malo. Y es que a veces he llegado a pensar que el Potemkim no es más que una sinopsis de mi vida en Salamanca; mi vida resumida en fines de semana. En cualquier caso, algo mío quedará siempre entre esas paredes (y espero que no sea el abrigo que me robaron, ¡malditos!). 

       Por cierto, al salir del Potemkim solía retirarme ya, pero en alguna ocasión seguí la fiesta en el Contrastes. Aunque eso es harina de otro costal.

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