sábado, 2 de junio de 2012

Un día de recuerdos

           La vida nos da y la vida nos quita. A veces, de forma inesperada. A mí hoy me ha quitado algo y me he quedado vacía de algo casi físico, interno.
           
           Cuesta creer que te hayas ido, y más cuando estábamos de acuerdo en que tú nos enterrarías a todos. Tú, la mujer misteriosa de la que no conocíamos a ciencia cierta ni nombre ni fecha de nacimiento (sabíamos que todo se debía a caprichos de los tiempos de cartilla de racionamiento, pero aun así preferíamos la teoría de la abuela-espía), la que acusábamos, siempre en broma, de beberse todas las botellas que tenía en el mueble-bar (sí sí, para los bizcochos, seguro...). La abuela que tenía mil anécdotas que contar (un clásico en las reuniones navideñas), con predilección sobre aquellas de nuestra infancia, y que poseía cierta habilidad innata para psicoanalizarnos; con razón cuando yo te decía que, de joven, te habías parecido un poco a Mary Poppins tú respondías que solo en que eras un poco bruja. 

           La vida no siempre fue fácil para ti, lo sé; la pérdida de tus padres con solo doce años te marcó de por vida, y sumado a los trabajos duros que tuviste que desempeñar demasiado pronto (con desengaño amoroso incluido, esa anécdota tardía me la guardo celosamente) tampoco contribuyó a facilitarte las cosas, aunque sí a convertirte en la mujer fuerte que eras, en una señora que no tenía que agachar la cabeza ante nadie, dama que ciudad que podía saludar por las calles de Santander tanto a escritores o pintores como a cada vendedor de la plaza del mercado, pasando por las monjas trinitarias por quienes, desde la juventud y por motivos obvios, sentías tanto afecto. Una mujer que era puro nervio, con un carácter que hacía temblar hasta el último rincón de su casa cuando se enfadaba (a mi señor abuelo incluido) o espetarnos con mil razones de peso que éramos nosotros los que no hablábamos claro cuando le insinuábamos que estaba quedándose sorda.

           De ti me quedan muchas cosas, abuela, y no me refiero solo a las chaquetas de punto que con infinito orgullo pondré a mis futuros hijos, o a todas las recetas de cocina que te molestaste en dejarme escritas. Hablo sobre todo de esos recuerdos paseando por los jardines de Pereda para dar de comer a los patos, las visitas a Argomilla, las meriendas en el Sardinero, la vieja casa de Cañadío, con la que yo siempre quise quedarme. Cuando para mí ir a visitarte era como ir de vacaciones, y tú me dejabas ponerte la casa patas arriba, llenarlo todo de juguetes y disfraces. Naturalmente era tu papel de abuela, que también incluía, de vez en cuando, por qué no decirlo, algún azote ocasional...nada que no se arreglara con un café infantil o unas cuantas golosinas, de esas que siempre guardabas en el armario de las cosas ricas.

           Tú y yo tuvimos algunas conversaciones muy interesantes a lo largo del tiempo y, al margen de los consejos obligatorios de manual de abuela protectora, en todo momento me trataste de tú a tú. Tal vez por eso siempre supe, de alguna forma, que tu vida había sido diferente. Hace muchos años ya, por casualidad, encontré algunas cartas tuyas en un cajón, dirigidas a distintas personas, y nunca te confesé que, a escondidas, las había leído, pero no por morbo ni afán de cotilleo, sino por disfrutar de tu manera de escribir, porque siempre me ha gustado leer y ya entonces me pareció que aquello era parte de una novela epistolar quizás incompleta, pero muy reveladora. Aquellas cartas, cuidadosamente mecanografiadas, contenían partes de tu vida que yo solo conocí leyéndolas y a través de ellas aprendí a conocerte un poco más, aunque nunca me atreví a preguntarte nada sobre el tema. Ahora pienso que me habría gustado que me hablaras de ello.
          
           Algunos años después yo te pedí que me escribieras tu vida porque quería leer de tu puño y letra cómo había sido tu infancia, tu juventud...en la posguerra, las canciones que recordabas, tus experiencias en una época dura, una vida común que a mí me parecía fascinante. Y cuando, hace dos semanas escasas, me enseñaste lo que llevabas hecho, me emocionó la dedicatoria hacia mis padres, mi hermano y yo con la que empezaba tu historia, pero no quería que me temblara la voz delante de ti, por eso dejé de leer en voz alta. No te preocupes por no poder acabarla, yo rellenaré los huecos que faltan con los recuerdos que guardo de todo lo que me llegaste a contar.

           Me alegro de que nuestra última conversación fuera anoche (el milagro del cacharro este, del Skype, ya sabes), después de eso tuve la sensación de estar soñando contigo durante horas y horas, y es algo extraño porque nunca antes me había pasado. Lo tomaré como una despedida diferente y original, aunque siga sintiéndote cerca.

          Yo no sé lo que será la muerte y, francamente, ni me importa. Solo sé que hoy te recuerdo igual que te recordaré mañana y, en tanto eso ocurra, aquí seguirás. Y que siempre te diré "te quiero" en presente. Te quiero, abuela.  


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