martes, 31 de enero de 2012

Ni contigo ni sin ti

Pinchos en Van Dyck, actividad
salmantina imprescindible
       Ayer terminaron mis días libres en Salamanca y también en España, hasta mayo. Hoy emigro nuevamente a Noruega, de hecho estoy escribiendo esto en el aeropuerto de Dublín, mientras por los ventanales se aprecia el día más gris y triste que he visto en mucho tiempo (no me malinterpretéis: adoro Irlanda), pero los días que he pasado allí me han sentado muy bien, a pesar del frío que ha hecho (¡nevó incluso! Una preparación previa a Oslo tampoco viene mal). En Salamanca me ha dado tiempo a ver a algunos amigos, ir de pinchos, recorrer la ciudad y, sobre todo, pasar tiempo con Luis, que para eso fui principalmente.


El tipo de atrás lo disfruta
¿Qué puedo decir de Salamanca que no se haya dicho ya?...pues muchas cosas, que una es creativa y tiene recursos. La vieja Helmántica es una ciudad que me transmite todo tipo de emociones, desde el alivio de no tener que volver allí por obligación hasta la nostalgia de volver allí por obligación. Cuántas veces habré despotricado yo en su contra porque era seca, porque no tenía mar, porque me aburría…y, sin embargo, esa sensación de ir entrando en la ciudad y, de repente, ver la catedral es tan sobrecogedora que te pone un nudo en la garganta quieras o no, al menos a mí. Es como si ella misma me dijera: “puede que tú me olvides cuando sales de aquí, pero yo a ti jamás”. Salamanca, además, me evoca multitud de recuerdos, no todos buenos, evidentemente, pero sí muy personales y cada vez más agradables de recordar: desde los tiempos de la residencia de estudiantes, cuando tenía un millón de amigos de los que al final sobrevivieron los justitos, hasta el bonito río Tormes con sus orillas sucias (ya podían arreglar eso y dejarse de tanto limpiar colillitas en la Plaza Mayor) y su sempiterno carrito de la compra hundido, pasando por los primeros años de carrera, cuando hacer no hice mucho, pero ¿y lo bien que me lo pasé? Mi ruta nocturna favorita: Daniel’s, Country, Imprenta, Paniagua, Potemkim, Contrastes… La facultad, donde he estudiando lo que más me gusta, admirando a los profesores interesantes que he conocido y cagándome en otros muchos también, a diario; donde a veces un cinco raspado hacía más ilusión que una matrícula de honor y donde empezaba a aprender desde las escaleras del Palacio de Anaya que, en sabias palabras de Gregorio Hinojo, son una mezcla de expresidiarios y bellas ninfas. Los pisos de estudiantes que te hacen esperar un ambiente a lo L'auberge espagnole y resultan ser The legend of hell house. Y, por supuesto, Luis, un tema aparte…

Mientras dure la vida,
que no pare el cuento
¿Buscamos al astronauta?

       En esta ciudad he aprendido, he bailado en garitos infernales que no sabían lo que era una salida de incendios, me he enamorado, he visto la ciudad más bonita del mundo y también la más fea, he leído (mucho), he vivido nocheviejas alternativa que nunca se sabe en qué día caerán, me han robado, he conocido gente que quisiera no olvidar nunca a pesar de que ellos ya hayan podido olvidarme a mí, me he emborrachado, he abarcado todas sus calles desde las torres de la catedral, he sufrido, he visto resucitar a Unamuno, me he caído, he buscado la rana, me he creído Sherlock Holmes haciendo misteriosas incursiones en la oscuridad de Anaya, he andado descalza, he celebrado una fiesta en el manicomio y he comido hornazo junto al río los Lunes de Aguas.

Y al final, la rana me encontró a mí

       Salamanca siempre formará parte intrínseca de mí, porque siete años de una vida dan para mucho, y parte de quien soy ahora se lo debo a ella, para bien o para mal. Y ahora, mirando el paisaje gris a través de las cristaleras del aeropuerto de Dublín, creo que la echo más de menos que nunca. ¡Ay, lo que daría por conseguir jamón de Guijuelo en Oslo y poder rendirle así justo homenaje!

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